El lunes por la tarde, un grupo numeroso de vecinos y vecinas del barrio de Can Clos, en La Marina de Barcelona, desalojó por la fuerza a unos jóvenes a los que acusan de provocar robos violentos y generar un clima de inseguridad en la zona. La acción vecinal, captada en varios vídeos, fue la respuesta directa a un nuevo intento de robo de una vecina mayor. El hartazgo acumulado por la falta de intervención institucional del actual Gobierno Municipal de Jaume Collboni hizo estallar la tensión latente en esta comunidad obrera históricamente olvidada.
Tras ese nuevo incidente, y ante la pasividad de las administraciones, el vecindario decidió actuar por su cuenta: derribaron la puerta del piso ocupado, vaciaron el interior por el balcón y forzaron el desalojo. Colchones, televisores, sillas y ropa volaron por la fachada del número 1 de la plaza del Mig, mientras decenas de personas observaban desde la calle. Aunque los Mossos d’Esquadra ya habían iniciado los trámites para un desalojo exprés, los hechos se precipitaron antes de que llegara una respuesta oficial.
Al día siguiente, operarios del Institut Municipal de l’Habitatge de Barcelona (IMHAB) acudieron a blindar la puerta y asegurar el piso. Pero para muchos vecinos, esta reacción llega demasiado tarde. En Can Clos hay varios pisos públicos vacíos desde hace meses, sin adjudicar y sin seguimiento, lo que ha generado un caldo de cultivo para situaciones como esta. “Estos pisos tendrían que estar llenos de vida, no abandonados al deterioro y al miedo”, denuncia una vecina del bloque afectado.
Este conflicto no es un hecho aislado, sino el reflejo de un abandono institucional sostenido. Can Clos es un enclave urbano construido en los años 70 y reformado a partir de los años 90 para acoger a familias realojadas tras el desmantelamiento de barracas. Desde entonces, el barrio ha vivido buena parte de su historia de espaldas a las inversiones municipales hasta la llegada del plan de barrios durante los mandatos de la exalcaldesa Ada Colau. No hay equipamientos dignos, apenas hay comercio de proximidad, y el transporte público es escaso. A pesar de ser un barrio cohesionado, trabajador y con una fuerte red vecinal, sus necesidades siguen sin ser atendidas.
El contraste con lo que ocurre en la montaña de Montjuïc es sangrante. Mientras el Ayuntamiento de Barcelona impulsa allí ferias, congresos y macroeventos, los barrios colindantes como Can Clos apenas reciben retorno alguno. De hecho, estos grandes eventos han agravado el aislamiento del vecindario, aumentando el tráfico, dificultando el acceso y acelerando procesos de especulación. Pero las inversiones sociales, los recursos comunitarios y los planes de convivencia siguen sin llegar después de dos años del actual consistorio.
A esta desconexión se suma la mala gestión de los recursos existentes. El IMHAB, encargado de gestionar buena parte de las viviendas del barrio, no ha actuado para evitar que se acumulen viviendas vacías durante largos periodos, sin mantenimiento ni vigilancia, facilitando su utilización irregular. Lejos de resolver el problema habitacional, esta inacción ha disparado la desconfianza en las instituciones y ha tensado aún más la convivencia.
La situación se ha agravado cuando durante la tarde del martes 17, en una sesión informativa municipal en la sala Pepita Casanellas, en la que se encontraba la concejal del Distrito de Sants-Montjuïc, Raquel Gil, un buen número de vecinos y vecinas irrumpieron reclamando explicaciones, medidas e inversiones para Can Clos. La sesión tuvo que interrumpirse durante más de una hora hasta que los vecinos y vecinas arrancaron a la concejal del Distrito el compromiso de una reunión para abordar la problemática social del barrio y la lista de desagravios institucionales.
El resultado es un barrio atrapado entre la dejadez y la dignidad. Can Clos no es un territorio hostil, sino un barrio humildes donde las puertas se acostumbran a dejar abiertas en muchas ocasiones y la ropa a veces hasta se tiende en la calle si es necesario. Pero la falta de inversión, planificación y cuidado institucional lo empuja hacia el desgaste. La escena del lunes no es solo un desalojo: parece más bien el reflejo de un grito colectivo, de un vecindario que se niega a resignarse a vivir en el olvido.