Barcelona se ha convertido en la ciudad más densamente turística del planeta, superando a urbes históricamente saturadas como París, Roma, Santorini o Nueva York. Con más de 200.000 turistas por kilómetro cuadrado en sus zonas más visitadas, la capital catalana alcanza en pleno verano cifras récord que multiplican la presión sobre el espacio público y la vida cotidiana.
En barrios como el Gòtic, la Sagrada Família o la Barceloneta, el flujo constante de visitantes colapsa calles, transporte y servicios. “Las calles están llenas. Es un agobio”, lamenta una vecina del centro histórico. Un estudiante de la zona universitaria añade: “Cada vez hay más turistas. El metro, las calles, todo está colapsado”. La ciudad que hace medio siglo era tranquila y habitable, hoy vive en permanente estado de saturación.
Según Jaime Palomera, codirector del Instituto de Investigación Urbana (IDRA), el fenómeno turístico ha dejado de ser un motor para convertirse en un problema estructural: “Es un círculo vicioso. En lugar de alcanzar un tope, sigue y sigue creciendo. Y lo que hace es comerse a otros sectores económicos”. Esta lógica se traduce en una economía cada vez más dependiente del turismo y menos diversificada.
Las consecuencias ya son visibles: subida del alquiler, desaparición del comercio local, precarización laboral y pérdida de vecindad. “Yo antes venía mucho por aquí, pero ahora lo evito”, cuenta otra vecina. “Los precios son carísimos y no se puede estar con tanta gente”, coincide una joven en la Barceloneta.
Frente a esta realidad, cada vez más voces piden repensar el modelo turístico. Mientras Barcelona explota por densidad, otros destinos catalanes como las playas de Tarragona apenas alcanzan los 17.000 turistas por kilómetro cuadrado. La ciudad necesita respirar antes de que la avalancha borre su esencia.